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que hay en el camino, a fin de que tengan el adecuado re– cibimiento. El Heraldo alza su voz para anunciar la lle– gada de su Rey. Por eso dice: Yo soy la voz del que clama {'ll el desierto, según está escrito en Isaías: «Preparad el camino del Señor». Los emisarios quedaron desconcertados con la res– puesta de Juan. Era lo mismo que había repetido a la¡, tur- bas; y con voz alterada por el disgusto, le preguntan de nuevo: ¿Por qué entonces bautizas si no eres el Cristo, ni Elías ni el esperado Profeta? El rostro de Juan en aquel momento se ilumina, to– mando I una expresión de gozo y esperanza. Es que tiene puesto su pensamiento en el Mesías que ya ha visto y bau– tizado. Reconociendo que no merece ser respecto de El ni siquiera como el esclavo que ata y desata las sandalias de su señor, exclama: Yo bautizo en agua; pero en medio de vosotros es– tá uno a quien no conocéis. Este es el que viene en pos de mí, y a quien no soy digno de desatar la correa de su cal– zado. Calló Juan. Los fariseos se alejaron, pensativos; pero reacios a creer en las palabras de aquel hombre de Dios. No estaban dispuestos a recibir al verdadero Mesías que ya se hallaba entre ellos. Era verdad. Jesús estaba entre los discípulos de Juan dispuesto a comenzar la predicación del reino de Dios. Pasados los cuarenta días en la soledad del desierto en– tregado a la oración y al ayuno, dejó el monte de la ten– tación y continuó su vida de peregrino por los contornos del Jordán. Era el día siguiente de la entrevista de los fariseos con el Bautista. Juan se hallaba en compañia de sus fieles e incondicionales discípulos. Con palabras henchidas de unción sagrada disponía sus almas para el encuentro del 56

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