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salén, Un día los sacerdotes y levitas se citaron en con– sejo, en el que se dijeron unos a otros w·eocupados, in– quietos, recelosos: -- lQuién será ese hombre del desie¡to? ¿será aca– so Ellas que vuelve a nuestro pueblo? ¿o tal vez el Pro– feta esperado en Israel? lQué pretende con su predica– ción y su bautismo? Después de repetidas suposiciones y disputas, en aquel consejo convinieron en enviar una comisión de fariseos para que se enfrentaran con el asceta predicador y le hicieran confesar su personalidad y la misión que traía al pueblo de Dios. Dicho y hecho. Salen de Jerusalén, atraviesan la lla– nura de Jericó, pasan el Jordán en una barca y llegan a donde estaba Juan bautizando. Muy serios y pensativos, se presentan ante el Bautista y sin más preámbulos, le preguntan: ¿Tú quién eres? Juan, conociendo sus intenciones, yergue hierático su rostro de asceta, y con voz cortante, como hombre del de– sierto, escaso en palabras, da de sí un testimonio nega– tivo. diciendo: · Yo no soy el Cristo. . Entonces, ¿quién eres? ¿Eres Elías? No Jo soy. ¿Eres por ventura el Profeta esperado? No. " este «no» rotundo y seco resuena en los oídos de aquellos hombres como golpe de aire de estepa solitaria. Esto hace que la curiosidad vaya aumentando y por eso insisten en P¡reguntar: Acaba, dinos: ¿Quién eres? para que podamos res– pondn a los que a ti nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Juan entonces se declara. El es como el Heraldo de los reyes de Oriente que va delante quitando los estorbos 55

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