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ceos materializados, para observar al predicador del Jor– dán; pero aquellas palabras de fuego no hacían mella en sus corazones helados por la vanidad y el egoísmo. Pasa– ban por delante de él con aire autoritario, dejando esca– par una sonrisa irónica, mirando con desprecio al predica ¡ dor novel, al que juzgaban como indocto y no acomodac1:1 a su clase. Pero el Bautista tenía para con €llos palabras tajan– tes. Con voz como de juez que llegaba al fondo de sus con– ciencias, les lanzó este terrible anatema: - iRaza de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira que os amenaza? Haced frutos dignos de penitencia. y no os forjéis ilusiones, diciéndoos: «Tenemos a Abraham por padre». Porque yo os digo que Dios puede hacer de estas piedras hijos de Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojaclo al fuego. Era la reprobación de aquellos hombres orgullosos que no tenían más que apariencia de bondad. Estaban muy lejos de dar fruto de virtudes que recrearan el corazón de Dios. Si no hacían penitencia, estaban perdidos. No faltaban entre los oyentes del Bautista, almas de bu€n corazón, las que, aunque, víctimas de su flaqueza. tuvieran algunas faltas, estaban dispuestas a hacer peni– tencia y recibir el reino de Dios. En sus buenos deseos, preguntaban al hombre penitente: --- ¿Qué hemos de hacer? El Bautista, inspirado de lo alto, exhortaba a la prác– tica de la caridad, nota característica del Evangelio: - ·· El que tenga dos túnicas les decía - dé una al que- no la tiene, y el que tiene alimentos, haga lo mismo., También daba consejos según las distintas clases so– ciales. A los publicanos o cobradores de los tributos, les recomendaba no exigir más de lo tasado. A los soldados los exhortaba a no hacer extorsiones ni denuncias en falso y que vivieran contentos con sus pagas. Y a todos 44

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