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ciana llamada Ana, hija de Fanuel. Enviudó desde Joven y permaneció entregada al servicio del Señor en el Templo. Allí pasó la mayor parte de su vida, empleada en la ora– ción y el ayuno, en lo que transcurría varias horas del día y de la noche. Su venerable ancianidad de ochenta y cua– tro años junto con su virtud la hacían en gran manera digna de respeto. Sus cabellos blancos y su rostro surcado de arrugas le daban aire de una santa matrona vidente del porvenir. También ella se sintió iluminada por el Espí– ritu Santo, y alababa a Dios, porque, al fin, mandaba la Redención a su pueblo. Cumplidas todas estas cosas, María y José salieron del Templo dispuestos a reanudar su vida de hogar. Las pala– bras de los dos ancianos flotaban en sus almas como anun– cios sonrientes del cielo; pero una nube sombría llegaba a tender su velo sobre el alma de la Virgen. La espada que le anunciara el anciano Simeón estará siempre clavada en su corazón de Madre. Se entregará a los quehaceres de su casita; cuidará con todo esmero de su querido hijo; lo es– trechará mil veces sobre su corazón; estampará en su ros_ tro infinidad de besos, y en estos desahogos maternos pon– drá todas sus delicias; pero, en medio de aquel remanso de su vida hogareña, el triste presagio de su Hijo manten– drá su espíritu 'envuelto en negras sombras. Reirá el sol. Darán su perfume las flores. Cantarán las aves. Se oirá el susurro del viento en torno a la humilde vivienda dél carpintero de Nazaret; pero María seguirá es- , cuchando en su interior las palabras del anciano Simeón. Como campana que toca a muerto, una voz constante re– petirá en su alma este triste y monótono anuncio: --Este hijo mio está destinado al sacrificio. 24

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