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Simeón vivía por aquel entonces en Jerusalén. Era un hom– bre justo y temeroso de Dios. En su pecho, como luz del cie– lo, brillaba la esperanza del Mesías prometido que estaba para llegar al mundo. Su alma era templo del F.spüitu Santo; y en sus comunicaciones con el mundo sobrenatu– ral, había recibido la revelación de que no había de mo– rir sin antes ver al Ungido del Señor. No era sacerdote ni tenía ningún oficio o empleo en el Templo; pero un impulso interior le llevó allá en la ocasión de realizar María su purificación y la ofrenda del Niño. El Espíritu Santo de nuevo iluminó su alma y le hizo ver en aquel Niño la esperanza de Israel. Una secreta mo– ción sobrenatural lo acercó a María; tomó al Niño en sus brazos, y reflejando en su rostro un halo celeste, viendo ya realizada la meta de sus ardientes deseos, hizo brotar de su pecho el himno de su liberación, diciendo: Ahora, Señor, 1medes dejar a tu siervo en paz, se– gún tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para ilurnim:.ción de las gentes y gloria de tu pueblo Israel. Calló Simeón. En los ojos del Niño brillaba una luz suave de eternidad que concentraba la consolación del cielo y salvación del mundo. María y José estaban ma– ravillados y no sabían qué decir a aquel hombre de Dios. El los bendijo y su mirada parecía pelderse en la le– jania de los tiempos. Su rostro adquirió mayor claridad brillando en él la inspiraeión proJlética. Miró a María y pronunció estas palabras en las que daba a entender bien a las claras el destino de aquel tierno Niño, centro vital del corazón de la Virgen: Este niño está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco ele contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pen– samientos de muchos corazones. María y José, ofrecido el Niño al Señor, se disponían a salir del Templo; pero he aqui que se les acerca una an- 23

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