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Terminada la ceremonia, volvió a recitar José la ora ción acostumbrada, diciendo: - Loado seas, oh Dios, Señor nuestro, Rey del univer– so, que nos has santificado mediante tus mandamientos y nos has mandado entrar en la alianza de nuestro padre Abraham. 1 Todavía era menester dar cumplimiento a otra Ley del Señor. La madre israelita, pasados los cuarenta días después de su alumbramiento, había de ir al Templo de Jerusalén a purificarse de su impureza legal. El mño sien– do varón primogénito tenía que ser consagrado al Señor. Para su rescate debían entregars~ cinco siclos de plata. Esto libraba al niño de pasar la vida dedicado al ser– vicio de Dios en el Templo. De igual modo era obligatorio presentar al Señor una ofrenda por cada hijo varón que consistía en un cordero. Si la familia era pobre, bastaba un par de tórtolas o pichones. Transcurrido el plazo para su purificación, Maria se dirige a Jerusalén a cumplir la Ley del Señor. Ella va con el Niño Jesús en sus brazos y José lleva en su mano las dos tórtolas. Llegan al Templo por la puerta por don– de solían entrar las ma~res después de su alumbramiento. Pasan los atrios, atraviesan los pórticos, y por fin, se acer– can a la gran escalinata de mármol blanco con incrusta– ciones de bronce dorado. Al momento un sacerdote reves– tido con las vestiduras sagradas se p,resenta a recibir la ofrenda del Niño y a purificar a la Madre. María entrega el Niño y José, los cinco siclos de plata y las dos tórtolas. El sacerdote pronuncia las palabras de rúbrica, toma el hisopo y rocía con unas gotas de sangre a la Madre. Con esto logra la purificación legal aquella mujer que era más pura que el albor de la mañana y que desde su Concepción Inmaculada estaba llena de gracia. Un encuentro providencial tienen los santos esposos en el Templo del Señor. Un venerable anciano llamado 22

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