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Declinaba la tarde primaveral henchida de perfumes que traían en sus alas las brisas. La luz de oro del sol po– níente envolvía el ambiente de misterio. El rostro de Jesús se veía circundado de un halo celeste. Pasado el Cedrón e iniciada la subida del Monte de los Olivos, Jesús tendió una mirada henchida de amor hacia sus discípulos, abarcando luego con ella los lugares que habían sido testigos de sus milagros y. de sus dolores. La Ciudad Santa fulgía al sol vespertino, tinta en la luz azul y oro de la tarde. Cerca se veía Getsemaní con sus oli– vos de hojas plateadas. Más allá, el Calvario. Perdiéndose a lo lejos, los montes de Efraím y la llanura de Jericó que traían a la memopa los caminos tortuosos y polvorientos de Galilea. En to.do flotaba un deje de misterio, de ín– tima ternura, de dulce melancolía. Los discípulos presentían algo inusitado en su queri– do Maestro. Muchos de ellos seguían abrigando ambicio– nes terrenales. En sus sueños de gloria, creían haber llega– do ya el momento de comenza¡ el reino de Jesús para go– zar ellos de los primeros puestos. Por eso le dijeron: - Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel? Pero Jesús tenía otras ideas muy distintas y así re– frena sus ambiciones, diciéndoles: - No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos qur el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano; pero recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en J eru• salén, en toda Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra. Habían subido ya la cumbre del monte. Jesús mira a los suyos con más amor y ternura que nunca. Sus manos se alzan en el aire aromado de la tarde para bendecir– los. Ellos se quedan absortos en su gesto y en su actitud. Se ponen de rodillas para recibir su bendición; pero no– tan que sus pies ya no tocan el suelo. 254

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