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Pedro recela ante la nueva pregunta del Señor. Pien– sa acaso que el Maestro teme otra nueva defección suya. Con más profunda humildad contesta: ---- Sí, Señor, tú sabes que te amo. --Apacienta mis corderos - le repite Jesús. Por tercera vez insiste el Maestro en preguntar. Pa– rece que duda de la sinceridad del discípulo un tiempo cobarde: - Simón, hijo de Juan ¿me amas? Oyendo Pedro esta tercera pregunta, no sabe a qué apelar. Acaso Jesús quiere recordarle su triple negación. Tal vez desconfía de él, temeroso de nuevas cobardías. Es verdad que el amor al Maestro rebosa en su corazón; pero ya no se fía de sí mismo. En vez del propio testimoni()) aduce el del mismo Jesús, el cual penetrando en su interior, se da cuenta de cuanto pasa por él. Con voz henchida de tristeza, que viene a ser un sollozo 1eprimido, humedeci– dos sus ojos por las lágrimas que a ellos asoman, le dice: - Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Jesús entonces le entrega definitivamente el oficio de Supremo Pastor de su Iglesia, diciendo: - Apacienta mis ovejas. El discípulo se ha sosegado. El Maestro refleja en su rosl¡ro más amor y ternura para con él. Le recuerda su ju– ventud cuando rebosaba de vigor y derrochaba optimis– mo en el trabajo y en sus honestas recreaciones. De una manera velada le indica que ha de morir a manos de per– seguidores crueles. Por fin le invita a que siga sus pasos: -iSígueme! El Maestro echa a andar. Su figura majestuosa se re– corta en el azul del lago. Pedro le sigue. El manto de Jesús flota al viento. Parece que vuela. Un momento no más y se desvanece sobre las arenas de la playa. La mañana seguía su curso. Se acercaba el mediodía. El reino de Jesús ya tendía suavísimas luces sobre la tie– rra. 252

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