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mortecina, comentando los sucesos ocurridos, cuando de repente, sin llamar ni abrir la puerta, Jesús, su adorado Señor y Maestro, se les presenta, rebosante de vida, y con voz dulce y amorosa, los saluda diciendo: - iLa paz sea con vosotros! Hubo un momento de silencio. Nadie respondió al sa– ludo del Maestro. En sus rostros se reflejó el miedo, el espanto. Es verdad que todos veían a Jesús, pero creían que era sólo en espíritu. Jesús los calma haciéndoles ver que es el mismo que cuando vivía y hablaba con ellos. - ¿por qué os turbáis -- les dice - y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que soy yo. Pal11ad y ved que el espíritu no tiene car– ne ni huesos como veis que yo tengo. Diciendo esto les mostró las llagas de los pies, de las manos y el costado, que ·conservaba como estigmas de gloria. Ellos no acababan de salir de su pasmo. El gozo y la admiración los tenían como trastornados o fuera de sí. Se resistían a dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Jesús desea volverlos en sí y por eso con toda naturalidad les dice: - ¿Tenéis algo que comer? Buscaron por la sala y le ofrecieron un trozo de pez asado y un poquito de miel. Mientras comía Jesús, les fue explicando las Escrituras, haciéndoles ver que era nece– sario que el Cristo padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos. De nuevo exclamó: - iLa paz sea con vosotros! Como mi Padre me envió, así os envío yo. Terminada la frase, alentó sobre ellos como queriendo llenarlos de su gracia y les dij o: -- Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retu– viereis, les serán retenidos. 246
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