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Las piadosas mujeres seguían entretanto su camino. La aurora llegaba con sus luces, colo,res y cantos. Salió el sol. Gorjeaban los pajarillos. Se oía susurro de frondas. Ellas según iban caminando se decían entre sí: ¿Quién nos moverá la piedra del monumento? Estaban muy lejos de sospechar el prodigio obrado. Llegaron al jardín donde estaba el sepulcro y, admiradas, vieron que la' piedra de la entrada se hallaba removida. María Magdalena, notando esto, sin más, marchó corrien-• do para decir a Pedro y a Juan: - Se han llevado al Señor del sepulero y no sabemos dónde lo han puesto. Las otras dos mujeres, aunque llenas de miedo, lle– vadas de la curiosidad, entraron en el sepulcro y queda– ron estremecidas de emoción. Allí había dos ángeles con resplandecientes vestiduras. Ellas al verlos se llenaron de espanto e inclinaron sus rostros hacia la tier,ra; pero ellos las tranquilizaron, diciendo: - No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el cru– cificado. ¿A qué buscar el vivo entre los muertos? No está aquí. Resucitó como lo dijo... Id pronto y decid a sus discí– pulos, y sobre todo a Pedro, que ha resucitado y os prece– derá en Galilea. Ellas salieron a toda prisa del sepulcro, estupefactas, temblorosas, sin querer decir nada de lo que habían visto. Pero pasó el sobresalto, renació la calma en su corazón, y llenas de alegria corrieron a dar la nueva a los discípulos. Pedro y Juan, al recibir la noticia, se sienten perple– jos, como asustados. Aquello era extraordinario, inespe– rado. Vivamente impresionados se encaminan al sepul– cro a ver lo que pasa. Van corriendo. Juan, como más joven, se adelanta y llega antes que Pedro; pero no se atreve a entrar. Se in– clina para ver lo que allí hay y a sus ojos aparecen los lienzos tirados por el suelo. Llega luego Pedro. Inclinándose, entra en el sepulcro, 238

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