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- iAh!, tú que destruías el Templo de Dios y lo edifi– cabas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz. Los príncipes de los sacerdotes no atreviéndose a to– mar parte en los groseros insultos de la chusma, comen– taban el caso con los escribas y fariseos, diciéndose unos a otros con sarcástica irania: - A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse. iEI Mesías, el Rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que le veamos y creamos. Los soldados que quedaron de guardia al pie ele la cruz también se reían y se mofaban jugando a los dados. iHorrible sarcasmo! iEn medio de la tragedia, el juego! Se repartieron el manto de Jesús dividiéndole en cua– tro partes. Como la túnica era sm costura, no la cortaron sino que la echaron en suerte. Jesús ve aquel juego al pie mismo de su suplicio, en el que se halla cosido por los clavos que le sujetan. Oye también los insultos que le dirigen. Los escarnios y be– fas son olas de dolor que se juntan a las angustias de su cuerpo. Tiende entonces su mirada por todo el Calvario has– ta pe,rderse en la lejanía. Mira al cielo y da comienzo a su plegaria. En ella no se queja de sus dolores ni pide ven– ganza para sus enemigos. Sólo dice: - iPadre, perdónales, porque no saben lo que hacen! Los insultos continúan. Hasta uno de los ladrones crucificados al lado de Jesús, hace coro con las befas de la plebe y grita horriblemente desesperado: - Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero el otro ladrón se conserva avergonzado; guar– da silencio. Ve en el rostro de Jesús dulce y amoroso, en toda la expresión de su Persona, en su silencio y pacien– cia, en su plegaria de perdón, un reflejo de la inocencia y santidad de su vida. Por fin, abr~ sus labios y reprende así a su compañero: ¿No aún tú que estás sufriendo l'I mismo suplicio, 230

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