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zantes espinas que empaparon su frente y mejillas de san– gre. Pusieron en su mano una caña que semejaba un ce– tro, y como a rey de burlas le escarnecían, diciéndole en– tre risotadas: - iSalve, Rey de los judíos! Diciendo esto le escupían, le quitaban la caña de la mano y con ella le daban en la cabeza. Como es natural, todos estos tormentos dejaron a Jesús hecho una lástima. Nadie que conservase en su co– razón un poco de humanidad, había de dejar de compa– decerse al verle. Pilatos creía que, al mirarle el pueblo, iba a reaccionar :favorablemente. Lo presenta por última vez a la multi– tud de la plaza, para que todos se convencieran de su ino– cencia, diciéndoles: - Os lo traigo, para que veáis que no hallo en El nin– gún crimen. Tras las palabras de Pilatos se hizo un silencio pro– fundo. Parecía que se esperaba algo emocionante. En esto aparece Jesús coronado de espinas, vestido de púrpura de escarnio, agotado de fuerzas. Sus ojos refle– jaban una tristeza indefinible. Por su rostro corrían hilos de sangre; pero en su mi– rada dulce y serena· manifestaba la ternura de su cora– zón y la augusta majestad de su Persona. Pilatos, al pre– sentarlo al pueblo, con voz enigmática que entrañaba una fina ironía, exclamó: - i He aquí el hombre! Como una ja'll¡l'ía que olfatea la presa, aquella mul– titud se revuelve en la plaza. Gritos salvajes resuenan de nuevo. Brazos en alto amenazan feroces. Como un rugido se oye repetir: - i Crucifícale ! i Crucifícale ! Pilatos aún insiste en querer libertarle; mas no sabe a qué argumento apelar. Desea ante todo evitar su respon– sabilidad. Por eso dice malhumorado en alta voz: 226
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