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bre. Para lograr sus deseos busca un pretexto. Había cos– tumbre de soltar un preso por la fiesta de la Pascua. En la c~cel había un famoso bandolero, llamado Barrabás. Pilatos estaba seguro de que el pueblo no quería que este preso fuese libertado y se atreve a plantear la cuestión: - ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo? Por toda la plaza se oyó un grito atronador que salía de miles de bocas: - iQulta a ése, y suéltanos a Barrabás! - ¿Qué haré de Jesús, el Rey de los judíos? - iCucifícale!, icrucifícale! - g;ritó de nuevo la tur- ba enloquecida. - ¿Qué mal ha hecho éste? - pregunta Pilatos en su buen propósito de libertar a Jesús-. Yo no encuentro en El nada digno de muerte. Le corregiré y lo soltaré. - i Crucifícale ! - se oia una y otra vez con más des– caro y violencia. Pilatos, deseoso de congraciarse con los judíos, pien– sa en castigar a Jesús y lo somete a la pena de la flagela– ción. Castigo horrible que se imponía a los esclavos, y con frecuencia precedía a la crucifixión. Con esta pena, el flagelado, aunque quedase con vida, permanecía siempre en la deshonra. Los esbirros llevan a Jesús. Le despojan de sus vesti– dos, lo atan a la columna de la flagelación y descargan so– bre El bárbaramente los azotes, correas o cadenillas de hierro, en cuyos extremos había sujétas pequeñas esferas con garfios. El cuerpo de Jesús se iba encendiendo hasta quedar magullado por los golpes y cubierto de ríos de sangre que caía al suelo. Los esbirros no acababan de saciarse, pues sentían verdadero placer en atormentar a un judío. Terminada la flagelación, le hicieron sentar sobre la base de la columna. Lo cubrieron con un manto rojo de soldado. Colocaron sobre su cabeza una corona de pun- 225 15. Jesús de Nazaret
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