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Era el veinticuatro de diciembre en que se celebraba una fiesta hebrea, y la Virgen recitaba estos versos. -- Este es el día que ha hecho el Señor. Yo me confio a la alegría. iOh Señor, concede la salud! iOh Señor, con– cede la prosperidad! iBendito aquel que viene en nombre del Señor! Es el Altísimo nuestro Dios, y hace resplan– decer sobre nosotros su luz. Cantad al Señor, po,rque es bueno, y porque es eterna su misericordia. ' La noche era silenciosa. Tan sólo se oía el balar de las ovejas y el sueve tintineo de sus esquilas. En el cielo bri– llaban las estrellas como puntos de plata, y _sus tenues ra– yos penetraban débilmente en la gruta como luces de una dicha lejana. En el alma de la Virgen, transfigurada en la oración, se oían celestes armonías y ~e vertían luces de vida eterna. De pronto la Virgen queda arrobada en éxtasis de amor. Tras una breve pausa, vuelve sus ojos al suelo, y muda, absorta de asombro, contempla ante ella al Hijo que guardaba en su seno. Había salido de sus virginales ent,ra.ñas suavemente, deliciosamente, misteriosamente, sin' molestia alguna, como el rayo de sol que atraviesa una esfera de límpido cristal, esclareciéndola con su luz im– poluta. Viendo nacido a su Hijo, María, guiada por el ins– tinto materno, lleno su corazón de amor indecible, lo to-. ma en sus brazos, lo estrecha suavemente sobre su pecho y estampa en sus carnes de rosa un dulcísimo beso que re– suena en la cueva más sonoro y musical que un acorde celeste, y temblando de amor; lo presenta a José diciendo: - iAquí tienes al Hijo del Eterno! Luego juntos, María y José, con voz como la de los serafines que cantan ante el trono de Dios tres veces san– to, reconociendo el origen divino de aquel tierno ínfan– te, entre adoraciones, repiten: - iTú eres el Hijo del Eterno! iTú eres el Hijo, del Cielo! 18

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