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Y por si acaso el joven no recordaba bien los divinos preceptos, le fue nombrando los principales de ellos. ' Pero el joven, al escuchar las palabras de Jesús, que– dó un tanto desconcertado. Es cierto que la guarda de los mandamientos del Decálogo es lo estrictamente necesario para entrar en el reino de los cielos; pero aquel joven tenía más sublimes aspiraciones. No se satisfacía con la mera observancia de la Ley; y al impulso de sus deseos, se atrevió a decirle: - Maestro, todas estas cosas las he guardado desde mis más tiernos años. ¿Qué más tengo que hacer? Entonces Jesús, leyendo como leía, en el fondo de su alma, todas sus ideas y sentimientos, le miró fijamente con una de aquellas miradas tiernas y penetrantes que sólo El sabía dirigir. Mirada que era expresión de la in– finita ternura que por el joven sentía, y al mirarlo, lo amó en su corazón con un cariño inmenso. Volviendo luego a su pens~miento, le dice: - Una cosa te falta: si quieres ser perfecto, vete, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un te– soro en el cielo; ven después y sígueme. Jesús, según parece, estaba dispuesto a admitir en la. compañia de sus íntimos amigos a aquel joven que abri– gaba tan bello ideal. Con la amistad de Jesús, él podía hacerse perfecto y asegurar el reino de los cielos. Mas las palabras del Maestro bueno produjeron en el corazón del joven un efecto el más doloroso. Es verdad que le agradaba seguir a Jesús. Sus atractivos eran para él irresistibles; pero le era muy duro renunciar a los mu– chos bienes que poseía. Precisaba dejar su casa elegante con todas las preciosidades en ella acumuladas, sus fincas de pan llevar, sus viñedos y olivares; privarse de los ban– quetes, de los regalos y satisfacciones que sus riquezas le permitían. Todo esto era una prueba demasiado fuerte. Y ante ella amainó las alas de sus deseos, lanzó un pro– fundo suspiro, y sin pronunciar palabra, se reti,ró cabiz- 193 13. .Tesús de l'/a.'3aTt

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