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pero no se arrepentía de su actitud. El Nazareno era un hombre de Dios, digno de g,ratitud y amor. La calle era estrecha y solitaria. En esto se le acerca Jesús irradiando bondad y ternura en su rostro. Se notaba en El un aire de conquistador de corazones. Al hacerse encont¡adizo con el ciego curado, le interroga: •- • ¿crées tú en el Hijo de Dios? •-¿Quiénes, Señor, para que crea en El? - Le estás viendo; es el que habla contigo. El mendigo, sin vacilar, prendado por el amor de Je– sús, cae a sus pies, y, conmovido, rindiéndole el alma y el corazón, le adora profundamente, diciendo: - iCreo, Señor! La tarde avanzaba envolviendo en dulce misterio to– J das las cosas. Se oían a lo lejos el silbo de los pastores y el balar de las ovejas. Era la hora de recoger el ganado. Los buenos pastores, amantes de sus ovejas, corrían a encerrarlas en sus apriscos y a defenderlas de bestias fie– ras. Los pastores de almas que entonces había en Israel no eran más que mercenarios y ladrones. En el claroscuro del atardecer, Jesús lanzaba al viento su canción de amor: - Yo soy el buen pastor que da la vida por sus ovejas... 182

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