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Se presentan aquellos pobres viejos ante el tribunal un tanto atolondrados. La pregunta resuena en el salón del tribunal: - ¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que nació ciego? ¿cómo ahora ve? Los padres temían enfrentarse con los escribas y fa– riseos. Sabían el odio que abrigaban contra Jesús, por lo que estaban dispuestos a excomulgar a cuantos se decla– rasen en su favor. Por eso, desentendiéndose del caso con– testaron: - Lo que sabemos es que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo ahora ve y quién le abrió los ojos, nos– otros no lo sabemos. Preguntádselo a él que ya tiene edad; que hable por sí mismo. Aquellas termínantes y secas palabras de los padres del mendigo fueron como una negra nube que cubría la luz de la esperanza que aquellos hombres, en su odio, abrigaban. Al impulso de aquel odio, se encaran de nuevo con el ciego curado. Quieren imponer toda su autoridad y obli– garle a que se desdiga, o al menos se declare también en contra de Jesús. - iDa gloria a Dios! -- le dicen con aire de grave– dad --. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador. El mendigo les interrumpe, diciéndoles con fina ironía: - Si es pecador no lo sé; una cosa sé, y es que ha– biendo sido ciego, ahora veo. Aquella respuesta inesperada los confundía. Sin saber qué hacer vuelven a preguntar: - ¿Qué te hizo? ¿cómo te abrió los ojos? Estas insistentes preguntas daban claro indicio de la desorientación de aquellos hombres. El joven ya estaba harto de decirles la manera cómo había sido curado. Mo– lestado, irónico, con manifiesta intención de herir su amor propio, responde con aire desenvuelto: - Os lo he dicho ya, y lo habéis escuchado. ¿para qué 180

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