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a la lapidación, se oponía a la ley de Roma que prohibía tal pena. Pero Jesús resuelve el conflicto de una manera origi– nal, inespe,rada. Primero con el desprecio, y después vol– viendo el argumento contra los mismos acusadores, ha– ciéndoles recordar sus propias flaquezas. Oye las palabras de sus adversarios y no hace caso de ellas como si reso– m1ran en el vacío. Ni siquiera les mira, inclinado hacia el suelo, se pone a escribir en las baldosas como aquel que quiere desentenderse de cuanto escucha a su alrededor. Tal vez escribiera los mismos pecados de aquellos hom– bres sin compasión y sin conciencia. Aquel silencio de Jesús y aquel gesto inesperado fue para los escribas y fariseos como cofriente de aire helado que llegaba a sus corazones y hacía surgir en ellos la im– paciencia. la ira, el rencor. De nuevo insisten en sus preguntas; apremian una y otra vez a Jesús para que les conteste. Entonces Jesús yergue su cabeza, se levanta, tiende hacia ellos la mano, y dirigiéndoles una profunda mirada que como flecha se clava en el fondo de su pecho, les dice: El que de vosotros esté sin pecado que tire el pri– mero la piedra. Y sin decir una palabra más, volvió a inclinarse y continuó escribiendo en el suelo. Aquellos hombres se vieron cogidos en las palabras de Jesús, y rojos de vergüenza, comenzaron a desfilar unos tras otros. Los primeros en huir fueron los más viejos. Tal vez viejos verdes. De nuevo levanta Jesús su mirada, y no ve más que a la pobre mujer enfrente de El. Entonces resolvió el con– flicto según su compasivo corazón se lo inspiraba. - Mujer, ¿dónde están tus acusadores? - le pregun– ta --. ¿Ninguno te ha condenado? ---- Ninguno, Señor -- responde ella, trémula y confusa. 175
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