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ron los ojos. La nube había desaparecido. Jesús se mos– traba ante ellos con el mismo aspecto y fisonomía de siempre. Todo él era amabilidad, ternura, delicadeza. En El veían al amigo de otros días, al Padre siempre lleno de bondad y de amor, al Maestro querido que tenía para ellos palabras de vida eterna. El sol por el Oriente dejaba ver su disco de oro. A sus rayos tod 1 o despertaba a la vida. Brillaba el lago y el Jordán. En los caseríos se veía el humo de los hogares. En las flores de los cardos fulgían sueltas gotas de rocío. En el aire puro de la mañana se elevaban las alondras can– tando. Jesús con sus tres discípulos predilectos bajaba del monte. Mientras caminaban, los discípulos no cabían en sí de gozo. Iban pensando en la entrevista que habían de te– ner con los demás apóstoles. Les darían cuenta de cuan– to habían visto y oído en la cima del monte; pero Jesús puso a raya sus pensamientos con esta orden terminante que les dio, grave y sereno: No deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. Jesús siguió bajando la ladera del monte. Los discípu– los caminaban con El pensativos. La mañana fue aumen– tando en la luminosidad y colorido. Por los campos de Galilea se fue perdiendo Aquel que es la fuente de la luz y de la vida.
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