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Calló Jesús un momento. Las sombras de la tarde se alargaban. Cantaban los pájaros y murmuraban las fuen– tes. En los rostros de los discípulos asomaba la admira– ción, el gozo. En el de Jesús, la majestad, la ternura. De nuevo se oyó la voz del Maestro que decía: No digáis a nadie que soy el Cristo. Se acercaba la noche. En el claroscuro del atardecer, Pedro meditaba en las palabras de Jesús. La suave luz crepuscular convidaba a serias reflexiones. El reino del Mesías que ya se comenzaba a levantar, había de ser un grandioso edificio. De pronto el rostro de Jesús se contrajo en un rictus de tristeza, y con expresión de amistad y confidencia dice a sus discípulos: - Es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho, y que sea rechazado de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas, y sea muerto y resu– cite. Aquella confidencia inesperada de Jesús dejó a sus discípulos desconcertados. Después de la promesa a Pedro ya se figuraban que en breve el Maestro había de manifes– tarse como Mesías triunfador y sentarse en el trono de David. iY ahora les hace un anuncio trágico! Pedro, sobre todo, no se resigna a ello. Siente que corre por sus venas un frío glacial, y al impulso del amor que tiene al Maestro, a~revido, enérgico, tomando aparte a Jesús, osa decirle con aire de reprensión: - iLejos de ti, Señor! Eso no ha de ser de ninguna manera. Jesús se vuelve a Pedro. En sus ojos brilla un rayo de ira suave y mirando también a los demás discípulos, con un si es no es aspereza, le dice: - Retírate, Satanás; tú me sirves de escándalo, por– que no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres. Pedro queda confundido ante el gesto del Maestro. Comprende que antes le ensalzó y ahora le humilla. Antes 166
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