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doce convelsaban en voz baja comentando los sucesos. Naturalmente hablaban del Maestro. Habían oído diver– sas afirmaciones entre las gentes que trataban. Para to– dos era un hombre extraordinario. Para ellos era algo más que hombre. De p,ronto Jesús se les acerca y les hace esta ines– perada pregunta: - ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hom– bre? Era una pregunta importante, fundamental. En la respuesta podía verse cómo se recibía el mensaje divino que Jesús manifestaba en sus obras y palabras. Ante la pregunta del Maestro todos querían responder a la vez para manifestar las impresiones recibidas. Así iban di– ciendo: -- Unos dicen que eres Juan el Bautista que ha re– sucitado. - Otros que eres Elías, que ha vuelto a predicamos la palabra de Dios. - Otros que Jeremías. ·· Muchos afirri:ian que eres uno de los Profetas. Oídas estas diversas opiniones de las gentes de Ga– lilea y de Judea, Jesús dulcemente sereno, con cierto aire de solemnidad, añadió esta nueva pregunta: - Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Hubo un momento de expectación. En los rostros de casi la totalidad de los discípulos se reflejó algo inexpli– cable. ¿vacilación? lDuda? lEncogimiento? Es verdad que cada uno tendría un pensamiento sobre el Maestro pero se lo callaba. Sólo Pedro se atreve a hablar. El, en su interior, mu– chas veces había revuelto la idea de lo que era Jesús. Una fe grande, un amor ardiente había surgido en su corazón, y con la prontitud propia de su carácter, res– pondió manifestando lo que pensaba del Maestro. Sin vacilación ni duda ni encogimiento, responde: 164

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