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sollozos eran tan profundos y lastimeros que conmovían a todos cuantos la oían y contemplaban. Era la madre del joven difunto. Estaba viuda y al mo– rir aquel su único hijo, quedaba en el mayor desconsuelo y abandono. Jesús vio salir el cortejo fúnebre. se fijó en aquella pobre mujer deshecha en lágrimas, midió todo el do– lor que traspasaba su alma y sintió en el corazón toda la hondura de su pena. Al impulso de su misericordia, se acercó a ella para verter en su espíritu el bálsamo del consuelo. Con voz que brotaba de su co,razón. fuente de inagotable ternura. le dijo: ' - Mujer, no llores. Esta frase del Nazareno, penetrando hasta el fondo de su corazón, bastaba para reanimar a aquella descon– solada madre. En otras ocasiones, al ver a los desgraciados, Jesús esperaba a que ellos implorasen su favor, y aun muchas veces, les exigía un acto dé fe en su Persona. Pero ahora no aguarda que le rueguen. Ofrece espontáneamente el don de su misericordia. Se arrima al féretro y lo toca. Los conductores, al ver el gesto de Jesús, intuyen sin duda algún rasgo de su bondad; por eso se paran. Hubo un silencio espectante. Callaron las plañideras; los músicos dejaron de tocar sus flautas. Entonces se oyó la voz de Jesús, que dueño de la vida y de la muerte, con dulce majestad, prorrumpió en estas palabras: - iJoven, yo te lo mando, levántate! Inmediatamente se incorpo,ró de su féretro vivo el difunto y comenzó a hablar con la mayor naturalidad. Jesús lo tomó de la mano como a un amigo largo tiempo conocido y se lo presentó a su madre, para que siguiera siendo su sostén y su consuelo. Todos los presentes, al ser testigos de tan estupendo milagro, se llenaron de asombro; sentían el escalof,río 127
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