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No te apures. Iré yo con algunos otros ancianos amigos y en tu nombre le rogaremos que cure a tu siervo. Muy bien pensado. Id pronto antes que se muera. Ya saldremos en tu favor, a fin de mover al Na– zareno a otorgarte esta gracia. Bien te lo mereces. En vosot~os y en El espero. Pronto estaremos de vuelta. Sin más palabras, se despidieron en el umbral de la casa señorial del militar romano. Era éste un centurión que mandaba un destacamen– to de soldados, el cual tenía su puesto a la orilla del lago donde se hacía Pºf turno la vigilancia. Seguía siendo pa– gano, pero de buen corazón. Más que oficial temible era un bienhechor del pueblo. Miraba con simpatía la reli– gión judia, y por ello había construido una sinagoga. Lejos de ser como los demás gentiles que consideraban a sus esclavos como máquinas o bestias de carga, a un siervo que tenía, le quería mucho, como si fuera su hijo. Este siervo enfepna de gravedad, y el hombre aquel le muestra su afecto pasando largas horas a su cabecera velándole y cuidándole con todo cariño. Al darse cuenta de sus dolores, se condolía y hasta le saltaban las lágrimas. Había salido a la calle buscando algún remedio para sus dolencias, y después ele la entrevista con aquel ancia– no del pueblo, volvió de nuevo a sentarse junto al lecho del doliente. Miraba su rostro, le tomaba el pulso, aten– día a su respiración y le reanimaba diciéndole: - iAnimo, hijo mio!. que el Rabí de Nazaret te ha de curar. Al hablar así. el centurión se llenaba de fe y de es– peranza e infundía a su siervo aliento. En esto llegaron los ancianos del pueblo al encuentro de Jesús, el cual ya estaba entrando en Cafarnaúm. Los ancianos se llegaron a El y le dijeron: ' Maestro, hay en la ciudad un centurión muy bue– no y honrado que tiene enfermo a uno de sus siervos, y 122

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