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sangre, los torturados por hacer el bien o practicar la vir– tud llevan eri su alma todo un reino de amor. Su corazón es un palacio donde el Rey de los delos tiene un mag– nifico trono. Los hombres no pudieron jamás intuir ni soñar semejante bienaventuranza. El Rabí de Nazaret siguió tal vez hasta la tarde pre– dicando su divina doctrina. Habló de la justicia, de la pu– reza, de la capdad, de la oración y de otros temas fun– damentales de su Moral evangélica. Por último, despidió a la turba. Los comentarios de su discurso corrían de boca en boca. Un murmurio como de un torrente se alzaba entre aquella multitud. No fal– tarían algunos escribas y fariseos que seguian con sus maquinaciones pepersas, perdidos en medio de aquellos sencillos hombres del pueblo. Jesús con los doce se encaminaba a la ciudad. La noche se tendió s0bre la tierra con su manto de estrellas. 120
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