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Según costumbre judía, estaba desposada con un san– to varón llamado José. Mientras llegaba el día de la so– lemne ceremonia nupcial, vivía en casa de sus padres; p~ro ya como legítima esposa de aquel hombre de Dios. Era una mañana de primavera. Reía ,el sol naciente, en el verdor del campo. El perfume de las acacias en flor se esparcía por toda la atmósfera. Se oía a lo lejos el ru– mor de las fuentes y los arroyos. Sonaba el tintineo de las esquilas de los ganados que salían al pastoreo. Gritos de vendedores, charlas de mujeres, ruidos de pasos de hombres y bestias de carga formaban por las calles confu– sa algarabía. En su pobre aposento, la Virgen María entregaba su alma a la oración, toda recogida, absorta en Dios. El bulli– cio del exterior no distraía lo más mínimo su espíritu fer– voroso arrobado en la contemplación de los divinos mis– terios. Meditando en la lectura de los libros santos, su alma, henchida de amor, se abría a la esperanza de la re– dención de su pueblo. Su plegaria ascendía al cielo y pene– traba en el corazón de Dios, a fin de moverle a derramar el rocío celeste esperado ya tantos siglos, y que germinase, como flor escogida, el Salvador prometido. De pronto la estancia se inunda de luz. Luz tan sua– ve, tan viva y refulgente que eclipsaba la del sol matu– tino, que a la sazón bañaba Nazaret y sus contornos. Un ángel de Dios se le presenta en forma humana y le habla con ,respeto y amor. Es el arcángel Gabriel, mensajero del Altísimo, que le dirige su saludo, diciéndole: - iDios te salve, llena de gracia! El Señor es contigo. La Virgen, oyendo las palabras del ángel, se sintió estremecida. No se solía entre los orientales saludar di– rectamente a las mujeres. Aquello era algo nuevo, desco– nocido. Ella, en su humildad, no sabía qué pensar de aquel inesperado y extraño saludo. Pero el ángel se propone di- 8
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