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bres hasta doce. Estos han de ser sus apóstoles, es decif, sus enviados. Ellos han de acompañarle por doquier par– ticipando de las ternuras de su amistad, y un día no muy lejano han de lanzarse en su nombre a la conquista espi– ritual del mundo. Alzó Jesús su voz y el aire matinal la iba recogiendo en puras ondas hasta hacerla penetrar en los oídos de sus oyentes. Como canción de eternidad, resonó esta frase: - Estos serán mis apóstoles. A continuación pronunció doce nombres. Los discípu– los nombrados temblaban de emoción. En la voz de Jesús reconocían el divino llamamiento a un alto destino. El primero en ser llamado fue Simón a quien Jesús puso por nombre Pedro. Siguió su hermano Andrés; lue– go los hijos de Zebedéo, Santiago y Juan que fueron ape– llidados Hijos del trueno. Tras éstos seguían Felipe de Bet– saida y su amigo Bartolomé, Tomás el incrédulo, Mateo el publicano, Santiago hijo de Alfeo, Judas Tadeo, Simón el Cananeo, y Judas, el traidor que entregó al Maestro. Ya tiene Jesús doce confidentes con quienes desaho– gar su corazón en medio de las decepciones que ha de te– ner en la predicación de su Evangelio. Doce amigos que han de acompañarle por los caminos de su apostolado. Do– ce enviados a los cuales puede entregar su divino mensaje. El reino de Dios que trae a la tierra, como el grano de mostaza, comienza a desarrollarse. El edificio de su Igle– sia tiene echados sus fundamentos. La mañana se desliza radiante, creciendo en luz, co– lorido y armonía. Jesús baja del monte. Sobre aquellos doce hombres se irradia la luz que El traía al mundo. 115
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