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Contemplando estas escenas evangélicas, el versado– en las Escrituras podía muy bien traer a la memopa aquellas palabras de Isaías con que Yahvé anuncia la san– tidad y mansedumbre de su siervo; palabras que parecían flotar en aquel ambiente de paz y de misericordia: -- He aquí a mi siervo, a quien elegí; mi amado, en quien mi alma se complace. Haré descansar mi espíritu sobre él y anunciará la justicia a las gentes. No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas. La caña cas• cada no la quebrará y no apagará la mecha humeante; y en su nombre pondrán las naciones su esperanza. Jesús seguía mirando aquellas gentes que se apretu– jaban y se daban empellones por verle y oírle. Y viéndo– las, se sentía hondamente conmovido en su corazón. El quería repartir sobre todos el pan de su palabra y derra– mar el óleo de su ternura. Veía aquellos hombres como ovejas sin Pastor y por eso, dignos de lástima. Deshecho en ternura, con la mirada fija en la lejanía de los mun– dos y los siglos, dijo a sus discípulos: La mies es vedaderamente mucha, mas los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe a su mies operarios. La tarde declinaba. El ocaso menguaba en claridad. La noche se echaba encima con sus sombras medrosas. Llegó la hora de volver cada cual a su hogar. Jesús se fue adonde su corazón le llamaba. Tenía ansias de sole– dad. Subió a un monte cercano al lago para explayar su espíritu en íntima comunicación con el Padre y se en– ~regó a la oración. Era una noche oriental plena de misterios. El lago y sus contornos se hallaban envueltos en la oscuridad. Sólo alguna que otra luz aislada dejaba ver su brillo. De un lado y de otro donde se hallaba Jesús, se destacaban al– gunas rocas redondas como gigantescos monstruos. Pe– queños bosques de mirtos y encinas recortaban sus negras 113 S. - Jesús de Nazarct
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