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78 CÁNDIDO DE VIÑAYO, O. F. lvl., CAP. manchada por la más ligera culpa, les lanza un desafío que muestra a las claras las malévolas intenciones de ellos. Dulce y gravemente sereno, les dice: ¿Quién de vosotros podrá echarme en cara un solo pecado? Y a las palabras de Jesús sigue un silencio impresionante. Nadie osa responderle. No logran encontrar en Él ni la más leve falta. Sólo Jesús puede hablar de esta manera. Los demás hombres todos somos pecadores. Siempre se nos podrá echar en cara alguna miseria moral. Jesús es el sin peca– do. Aún más: es el Impecable, porque es el Hijo de Dios. Reflexiones Es indudable que Jesús vino al mundo para salvar a los hombres sepultados en el abismo del pecado. Esto lo declaró Él mismo al decir en casa de Zaqueo: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Le. 19, 10). Su misión era levantar a la Huma– nidad del estado de postración en que se hallaba después del pecado de nuestro primer padre Adán. Esta era la voluntad del que le envió al mundo: dar la vida eterna a los que creyeran en ÉL Y esta voluntad del Padre fue por Él cumplida en toda su perfección. Fue siempre y en todo fiel a las palabras y a la obra que el Padre Je había confiado. Además de esta misión salvadora de Jesús, su venida al mundo tuvo otro fin concreto: dar a los hombres ejem– plo de vida. Nadie puede salvarse si no copia en sí de alguna manera una imagen de este divino modelo de pre– destinados. Jesús es el más sublime Maestro en el arte de bien vivir. Ante todo, nos enseña con su inocencia a mante– nernos libres de todo pecado. El pecado es lo que nos degrada y nos aparta de Dios. El pecado es una verda– dera esclavitud. Se lo dijo el mismo Jesús a los judíos momentos antes de lanzarles el desafío que comentamos, con estas palabras: «Todo el que comete el pecado es es– clavo del pecado» (Jn. 8, 34). Esta es la más lamentable

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