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AUT0RRETRU0 DE CRISTO 121 cíal los que pertenecen al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Esta unión mutua de almas y corazones hace que en la sociedad cristiana se disfrute de esa perfecta armonía que hace agradable la vida. La paz de Cristo es una planta delicada que no arraiga en todos los terrenos. Hay muchos en donde queda infe– cunda. Hay corazones en los que no puede penetrar, y si penetra, al instante muere de asfixia. Los corazones so– berbios, los dominados por el afán de riquezas y placeres, por fuerza han de vivir en constante agitación. Sólo aquel que sale del fondo de su yo y se adhiere a Cristo plenamente puede gozar de este regalo que Jesús entregó a sus discípulos al partir a la muerte y que sigue ofreciéndonos a nosotros todos los días en la liturgia é:le la misa, en la cual dice el sacerdote: «La paz del Señor sea siempre con vosotros». Jesús nos da su paz, pero para gozar de ella desea que evitemos los obstáculos que impiden su arraigo en nosotros. Hemos de esforzarnos en dar muerte a nues– tros desordenados deseos, que traen la agitación, el des– orden, el remordimiento al corazón. Jesús, que es todo bondad y ternura, y por eso no de– sea sino nuestra paz, nos dice también: «No creáis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino guerra». Esta frase queda ya comentada anteriormente. Hemos de repetirlo para tenerlo bien presente: para go– zar de la paz que Jesús nos ofrece hemos de hacer antes la guerra. Guerra que hemos de llevar a cabo todos los días de nuestra vida. Guerra al pecado, al desorden, a nuestros egoísmos, a nuestros desordenados deseos, a los dictámenes del mundo, a todo lo que nos impida vivir en su amistad divina. Con la paz de Jesús nuestro corazón no puede menos de rebosar de gozo y echar de sí el miedo y cobardía. Las tempestades del mundo y de la vida serán nada más que como los rumores de las olas que resuenan en lejana playa.

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