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118 CÁNDIDO DE VIÑAYO, O. F. M., CAP. dre más que a Mí, no es digno de Mí, y el que ama a su hijo o su hija más que a Mí, no es digno de Mí» (Mt. 10, 37). Salta a la vista que si hemos de romper hasta con los mismos familiares cuando nos impiden el servicio de Je– sús, con mayor motivo hemos de oponernos a los juicios de los hombres mundanos. Se han de huir los compromisos con los amigos. Nunca se han de despreciar las enseñanzas del Evangelio por seguir la corriente del mundo. Hay que hacer la guerra a todo aquello que nos aparte de Cristo. De igual modo hemos de mantenernos en lucha cons– tante con nuestras pasiones que pugnan por romper la ley santa de Dios y están en contradicción con la doctrina evangélica. Condescender con ellas es volver la espalda a Cristo. Hacer paz con los instintos de la naturaleza es po• nerse en camino de la derrota. Necesitamos la guerra, porque sin ella no se alcanza la verdadera paz. Las pala– bras de Cristo son terminantes: No he venido a traer paz, sino guerra. Es verdad que esto cuesta. En toda guerra se derrama mucha sangre. Pero va en ello nuestra dicha, nuestra per– fección, nuestra unión con Cristo, nuestra futura gloria. Para ser discípulos de Cristo tenemos que ir en pos de Él, llevando nuestra cruz. Por eso, siguiendo sus ense– ñanzas, dice: «El que no toma su cruz y sigue en pos de Mí, no es digno de Mí» (Mt. 10, 38). Mas no hay que temer la guerra que Cristo nos exige. No ha de amedrentarnos la cruz que nos es imprescindi– ble llevar en su seguimiento, porque todo esto, al fin, nos acarreará una ganancia insospechada. Tras esta guerra, el alma será inundada de paz y un día podrá cantar de– finitiva victoria. El cobarde que no sepa luchar se perderá para siem– pre. Y su pérdida será irreparable. «Quien quiere conser– var su vida-concluímos diciendo con Jesús-, la perde– rá, y quien por mi causa la perdiere, la encontrará» (Mt. 10, 39).

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