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AUTORRETRATO DE CRISTO 103 los siglos habían de ser ingratos al beneficio de su Reden– ción. Todas las maldades, todos los crímenes, todos los vicios más nefandos del mundo eran entonces para Él una enorme losa que prensaba su corazón hasta el pa– roxismo. Se comprende que experimentara en aquellos momen– tos algo así como un mar de angustias que anegaba por completo su alma. Era hombre y, por tanto, sensible a todos los dolores. Aún podemos decir que era más sen– sible que todos los demás hombres por la perfección de su naturaleza humana. Y como hombre necesitaba desaho– gar su corazón sumergido en aquel mar de penas. No es de extrañar que dijera a sus tres discípulos más queridos: Triste está mi alma hasta la muerte. Pero los discípulos no se prestaban a ayudarle en aquella tempestad ni tenían poder para apaciguarla. Sin preocuparse siquiera de lo que el Maestro les había di– cho, se entregan al sueño. No queda a Jesús otro remedio que acudir a la oración entrando en comunicación con el Padre. En esta oración da a entender claramente su condi– ción de hombre. El cáliz que se ofrece a los ojos de su alma repugna en gran manera a su humana naturaleza. Por eso suplica al Padre que si es posible aparte de Él aquel cáliz. No obstante, en todo y por todo se somete al querer del Padre, diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le. 22, 42). La ola de la tristeza iba creciendo, creciendo como marea gigantesca. Mas Él repite su oración y su entrega– miento al Padre. Tal es su angustia, que al impulso de ella su sangre brotó del corazón, salió por los poros de su cuerpo y cayó al suelo en gruesas gotas como sudor copioso. Mas el cáliz ya estaba apurado hasta las heces. Y como guerrero que se dispone a entrar en la batalla, se levanta y se prepara a partir al suplicio. También para nosotros, como para Jesús, suena a Ye– ces la hora de la tempestad del alma. El dolor vierte en nuestro corazón toda su amargura. Nuestra naturaleza se resiente y quiere apartar de sí el cáliz que el Señor le