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102 CÁNDIDO DE VIÑAYO, O. F. M., CAP. que le envuelve como un mar sin fondo, se dispone a ha– cer su oración al Padre. La noche avanza en profundo silencio. Jesús, abatido por la tristeza, postrado de rodillas, inclinada hacia la tierra su frente, prosigue su oración, resignado en todo y por todo a la voluntad del Padre hasta apurar el amargo cáliz de su pasión. Reflexiones Al manifestar Jesús la tristeza íntima que oprimía su alma al entrar en el Huerto de los Olivos, daba a entender con toda claridad que era verdadero hombre, y como tal sentía las sacudidas de las pasiones que se arraigan en nuestra naturaleza. Esto viene a ser un perfil que Él ha querido destacar en su autorretrato. Jesús sentía una tristeza mortal en aquella hora acia– ga, porque, en realidad, se cernía sobre su alma, como fragorosa tormenta, una serie incontable de pruebas, las más dolorosas. El cáliz de su Pasión se presentaba ante su mente con toda su inmensa amargura. Presentía todos los tormentos a que en breve' iba a ser sometido: los azo– tes, la corona de espinas, la subida del Calvario con la cruz al hombro, la crucifixión, las tres horas transcurri– das en el suplicio, la agonía más horrorosa, la muerte. Y a todo esto se juntaban las befas y escarnios de la plebe y de la soldadesca. A estos dolores fijos en su alma, hay que añadir la decepción que experimentaba viendo el abandono en que habían de dejarle los seres queridos. Sus discípulos huirían de Él llenos de miedo. Los tres que estaban con Él en el huerto se hallaban dormidos, ajenos a la tragedia. Uno de ellos, el elegido para piedra angular de su Iglesia, le negaría cobardemente. Otro de sus apóstoles le había ya traicionado pasando al bando de sus contrarios y vendién– dole por treinta monedas. Se verá solo ante la catástrofe final de su vida. También pesaban sobre su alma, llenándola de an– gustia horrible, los pecados de los hombres, que en todos
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