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ra comprender las verdaderas exigencias de nues– tra fe. Cristo denunció el mal y ello le ocasionó la muerte. La paciencia la necesitamos para sufrir la persecución, nunca para colaborar con el mal. La libertad cristiana es un deber. Renunciar a la libertad es favorecer la opresión de unos sobre los demás. Todos tenemos la obligación de denunciar la opresión como contraria a la voluntad de Dios, el solo Señor. Erróneamente se piensa que se agrada a Dios soportando la injusticia, pero esta actitud nos convierte en colaboradores de la in– justicia. No cabe la neutralidad. Las relaciones cristianas entre los hombres só– lo son admisibles en un plano de fraternidad. A través de los siglos ha habido filtraciones no cris– tianas que han desarrollado unos conceptos de autoritarismo y de obediencia muy poco evangé– licos y que es necesario revisar con urgencia den– tro del marco de la libertad cristiana. El hombre encuentra un límite a su libertad en el verdadero amor a los demás. Amor y respeto: he aquí el binomio fundamental. Quizás nuestra práctica cristiana actual arrastra un pesado lastre de obligaciones accidentales y que la Iglesia haría bien suprimiéndolas o simplifi– cándolas. Piensese por ejemplo en lo del ayuno eucarístico, antes tan estricto, de estar sin comer ni beber nada desde las doce de la noche del día anterior, y la frase de San Pablo: "El Reino de Dios no es comida ni bebida sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Actitud diametralmente opuesta al ejemplo de Cristo que instituyó la Eucaristía después de haber cenado. Afortunadamente la forma actual es mucho más liberadora. Es preciso dar un mayor margen de libertad a los cristianos y no multiplicar leyes ni prescrip– ciones que atenazan la libertad de los hijos de Dios. No merezcamos el reproche de Cristo a los legistas: "¡Ay de vosotros, los legistas, que im– ponéis a los hombres cargas intolerables!" (Le 11, 46). 74
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