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que me otorgó el Señor para edificar y no para destruir" (2 Co 13, 10). El programa de una vida cristiana no puede olvi– dar este punto. Al desarrollarlo San Pablo lo pone de relieve: "Nada hagáis por rivalidad ni por vana– gloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los de– más" (Fil 2, 3-4). La postura general del cristiano queda resumida en este pensamiento: "Edificaos los unos a los otros" (1 Tes 5, 11 ). Es el espíritu de servicio que nos inculca Cristo, el límite a la libertad que el nos ha traído. La libertad tiene sus límites, pero esto no quiere decir que haya que renunciar a la libertad. El deber de la libertad En Los Negrales creímos ver que suele haber un desenfoque en el planteamiento de muchas si– tuaciones y la solución que se propugna a las mismas. Tradicionalmente se venía considerando como perfecto la sumisión a la auto1·idad, la obe– diencia ciega, el no discutir las órdenes. la citas clásicas en este sentido son las de San Pedro: "Criados, sed sumisos con todo respeto a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los díscolos. Porque bella cosa es tole– rar penas por consideración a Dios, cuando se su– fre injustamente" (1 Pe 2, 18-19). Y también la de San Pablo: "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no pro– venga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino" (Rom 13, 1-2). Pero junto a estos textos tenemos un modo de obrar del mismo Cristo y de los Apóstoles, que ya nos hacen pensar seriamente sobre la validez universal de las citas anteriores. El mismo Pe– dro afirma sin ambages ante el Sanedrín: "Hay que obedecer a Dics antes que a los hombres" 70

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