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quieren a toda costa parecerse al opresor, imitar– lo, seguirlo. Este fenómeno es corriente, sobre todo entre los oprimidos de clase media que as– piran a igualarse a los hombres eminentes de la clase superior" (4). Así no resolvemos nada sino que sólo inverti– mos los términos. La lucha de clases no puede en– tenderse así en cristiano: que los ricos sean po– bres y los pobres ricos. No. Se trata de conquis- . tar la libertad para todos. Si hablamos contra el autoritarismo, no es pa– ra que los súbditos impongan su propia voluntad a los superiores: sería el contrasentido de caer en lo mismo que se combate. El autoritarismo de– cimos que es malo porque priva de libertad y porque oprime, y la solución no puede estar en cambiar un autoritarismo por otro. El verdadero amor •a mis hermanos me exigirá a veces renunciar a mis apetencias, a reducir el ámbito de mi libertad. Si hay una barra de pan y estoy yo solo, me la puedo comer entera. Pero si somos dos, he de imponer un límite a mi libertad y repartir la barra entre los dos. El liberalismo y el capitalismo, entendidos como una lucha en la que vence quien puede, no son cristianos. No pue– do cerrar los ojos a mis hermanos. Entre parénte– sis, me maravilla cómo en la práctica tantos cris– tianos encuentran sin escrúpulo una conciliación entre el capitalismo y el cristianismo, mientras son todos anatemas para quienes por el contrario en– cuentran también una conciliación entre el mar– xismo y el cristianismo. En este límite que la convivencia fraterna impo– ne a mi libertad, está el respeto a la conciencia de cada uno. Hablaremos más adelante de la pri– macía de la conciencia. Lo que ahora hay que de– jar bien asentado es que a la hora de actuar no podernos pensar en nosotros solos sino que hay que pensar en los demás. Está la regla de oro evan– gélica: "Todo cuanto queráis que os hagan los (4) "El mensaje de Paulo Frelre. Teoría y práctica de fa /Jberac/6n" (Ma• drld, Marslega, 1973), pág. 83. 68

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