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Creo que se pueden reducir a dos los límites de la libertad cristiana: Dios y los hombres. Pero en el terreno práctico, veremos cómo se unifican ambas limitaciones en una sola: los hermanos. Lo mismo que antes dijimos que la causa de Dios venía a coincidir con la causa del hombre. a) Dios. Al ser el único Señor, puede señalar el ámbito dentro del cual el hombre gozará de libertad. Y Dios ha hablado claramente. Ha im– puesto sus mandamientos que más que una enu– meración de casos concretos (la moral casuística disfruta multiplicando situaciones y circunstancias que nada tienen que ver con la voluntad divina) se centran en el amor a Dios y al prójimo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. . . y a tu prójimo como a tí mismo. Díjole Jesús: Bien has respondido. Haz eso y vivirás" (Le 10, 27-28). Pero estos dos amores, sí los podemos distin– guir teóricamente, en la práctica se simplifican en el amor al prójimo. Así lo entendía San Juan: "Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su her– mano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20). Por eso Cristo en la última cena cifra todo en una actitud fundamental, su mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros" (Jn 13, 34). Este es el distintivo: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). b) Los hermanos. Tengo para mí que este es el único límite a la libertad humana impuesto por Cristo a los hombres: el prójimo. Al ser todos hermanos y libres, la limitación na– ce de esta convivencia fraterna. Si por ser yo li– bre, pisoteo la libertad del hermano, ya estoy usurpando el puesto del solo Señor, Dios; ya soy un tirano y un opresor. La lucha contra los opresores no puede tener como fin el convertir a los opresores en oprimidos, y a los oprimidos en opresores. Por desgracia, sue– le ocurrir así. "En su alienación, los oprimidos 67
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