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"con todos los regenerados en la fuente del bau– tismo, los presbíteros son hermanos entre herma– nos" (3). Y exige a los religiosos "para que sea más íntimo el vínculo de hermandad" que se lle– gue a una sola categoría de hermanos, sin más diversidad que la que se supone por los diversos empleos o la que se deriva del orden sagrado" (4). Exigencia de la paternidad divina Si Dios es Padre, y el único Padrn de tocios, la consecuencia se impone: todos somos herma– nos. Ciertamente la fraternidad es un don, pero también es una conquista en el sentido de tener que actuar de acuerdo con esa fraternidad. Esto es, se trata de una realidad dinámica que hay que desarrollar, y no un don estático a guardar. "Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os per– siguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre buenos y ma– los, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5, 44-45). Idéntico razonamiento hay que hacer sobre el señorío o reino de Dios. La predicación ace,·ca del Padre está inseparablemente unida con la predi– cación del Reino de Dios. Dios es el señor de la historia y quiere poseer no sólo un dominio radi– cal, sino un dominio aceptado y correspondido por parte de los hombres. "No todo el que me diga: Se– ñor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7, 21). Los reyes terrenos, las autoridades humanas, aún las eclesiásticas, no pueden usurpar el pues– to de Dios. Cuando Cristo dice: "Dad al César lo que es del César" se apresura a añadir: "Y a Dios lo que es de Dios" (Mt 12, 17). El César así queda subordinado al dominio de Dios. Ningún hombre puede ocupar el puesto de Dios Padre. La paterni- (3) Presbyterorum Ordlnls, n9 9. (4) Perlectae Carltarls, n9 15. 54

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