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patrullaba un pequeño tramo en el jardín del pala– cio imperial. Picada su curiosidad, Bismarck le preguntó al zar Alejandro por qué habían asigna– do tan extraña misión a aquel guardia. El zar no lo sabía, y ordenó que se hiciese una investigación. Tres semanas después quedó resuelto el enigma. Después de mucho consultar los archivos, encon– traron una orden, de puño y letra de Catalina la Grande, al efecto de que se asignara un guardia para cuidar una pequeña flor que luchaba por surgir del helado suelo. En 1912, ciento dieciceis años después de la muerte de Catalina, un centi– nela todavía patrullaba ese lugar; un monumento en memoria de una flor, y un tributo a una mujer extraordinaria" (2). Una flor que lucha por vivir merece ese cuidado especial. Todo intento de renovac!ón, un grupo de hermanos que se marcha a un suburbio para vivir y campartir, codo a codo, con los humildes, con los obreros, con los marginados su existencia, me– rece más cuidados que una flor "que hoy es y mañana se echa al horno" (Mt 6, 30). Desgraciada– mente los hombres preferimos quemar a nuestros semejantes. 1 Quiero envia( desde estas páginas unas pala– bras de aliento a todos mis hermanos que han comprendido que el evangelio merece vivirse a fondo, que hay que estar constantemente en re– visión, en conversión, y que las palabras de Cris– to exigiendo la renuncia de uno mismo (Le 9, 23) y de todos sus bienes (Le 14,33) obligan también a los que ya lo han hecho una vez. Que si hemos renunciado a los bienes de nuestros padres, tam– bién hemos de renunciar a las riquezas y al bien– estar que encontremos en la vida religiosa. Que esto es una locura pero que no podemos inventar– nos un evangelio en que se pueda servir a Dios y al dinero (Le 16, 13). También a quienes no comparten nuestra óptica evangélica, a quienes con la mejor buena voluntad del mundo se oponen a todo intento de renovación, (2) Citado en Selecciones da/ Reader's D/gest, diciembre 1969, pág. 150. 199

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