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mos, hemos recobrado la libertad no sólo para hablar sino también para actuar ... Nuestro aposto– lado no es proselitista, como antaño. Somos testi– gos de aquel hombre cuya vida tiene este signi– ficado fundamental: que Dios ama al hombre a causa del mismo hombre. . . La autenticidad hu– mana es lo que buscamos, es "lo nuestro". Finalmente diremos unas palabras de los lazos que nos unen entre nosotros. Este estilo es el que nos da el aire de familia, haciendo de nosotros una fraternidad. Por su parte, nuestro modo ac– tual de vivir ha quebrado los antiguos esquemas de "superiores" e "inferiores": todos vivimos a ras de suelo la común y básica existencia huma– na. Algunos de entre nosotros tienen la responsa– bilidad especial de velar para que esta nuestra fraternidad se mantenga unida. Decimos "espe– cial" porque esta responsabilidad incumbe a to– dos. Pero algunos "temporalmente" se dedican ex– plícitamente a ello. Todos sabemos que esta tarea no es lo importante, pero también sabemos todos que es indispensable ya que sin ella no duraría– mos mucho tiempo para llevar a cabo nuestra mi– sión. Se trata de una tarea humilde, sin color, y por eso mismo miramos con especial afecto a quienes la ejercitan procurando ayudarles para que les resulte lo más llevadera posible"(6). En esta descripción yo destacaría algunos pun– tos: el papel del superior entre los religiosos y paralelamente el de la jerarquía entre los cristia– nos es una labor de unidad, de coordinación, no de imposición ni anulación de la personalidad. La formación para el sacerdocio o para la vida reli– giosa no podrá ser una formación ascética, de seminario desde la infancia, elejados de la vida de familia y del mundo. Será el contacto con los hombres, la vida común y las exigencias del mun– do las que irán perfilando las personas y dejando en claro quiénes son los llamados y quiénes tienen el carisma de la vocación. (6) FRANCISCO CUERVO-ARANGO, Jesuitas afio 2000, en la revista EL CIERVO, Barcelona, marzo 1973. 188