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"¿Cómo se ha podido querer encerrar a Dios (el prisionero del sagrario) en nuestras iglesias, nuestros ritos eficaces, nuestro juridicismo, nues– tra palabra y nuestros pensamientos, cuando todo ser, todo rostro, desde el del niño hasta el de las sociedades, mana sin cesar vida de la fuente que baña todas las fuentes? La atención enamorada hacia la vida de los hombres, los dinamismos po– derosos de las realidades colectivas, el esfuerzo de la búsqueda intelectual o de la creación ar– tística, constantemente volatilizan, como ídolos hechos polvo, las imágenes que me hago de Dios" [5). Como no podemos obstruir el camino de Dios a los hombres, cerramos el paso de los hombres a Dios. Es el modo práctico de negar la libertad del Señor, la gran tentación en que podemos caer el estamento jerárquico de la Iglesia: constituirnos dueños de Dios, administrarlo a nuestro antojo y capricho, empeñarnos en que El no obre libre– mente. . . Por un lado afirmamos el señorío de Dios, su libertad, pero la negamos con los hechos. La eterna paradoja, el divorcio real entre palabras y obras: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta porque ellos dicen y no hacen" (Mt 23, 2-4). Di– cen que Dios es Señor, pero luego ellos se cons– tituyen en señores en lugar de Dios. El hombre, hecho para servir, no para mandar Es la conclusión que se impone, Dios es el úni– co Señor, el único que puede mandar. Si hubiera otros señores, aunque fuesen subalternos, Dios ya no sería el único Señor. Habría dos categorías de personas, la de los que mandan y la de los que obedecen. Pero nada de eso vemos en la palabra• de Dios. Dios es el único Señor frente a todos {5) BESSIERE, o.e., Prólogo, pág. 13. 1.7 2 Liberación de la vida rellgiosa
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