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acuerdo en teoría. Lo que ocurre es que no tene– mos valor para llevar a la práctica este principio de un solo Señor. Se reconocen muchos señoríos. Y no hablo sólo en un terreno moralizante. En el catolicismo, en la Iglesia oficial, se ha llegado a empañar el rei– nado de Dios sobre el hombre. Dios ha quedado relegado aun segundo plano, aun que se hable mu– cho de Dios. Es como si a una imagen de gran valor artístico, que por sí sola destaca y cautiva, nos empeñásemos en cubrirla con ridículos atuen– dos. ¡Imaginaos la Pietá de Miguel Angel vestida con un manto bordado en oro e incrustado de pie– dras preciosas ... ! Un religioso, una monja, un cristiano sincero, iª cuántos señores tiene que obedecer! El supe– rior o la superiora, el confesor, la Regla y las Cons– tituciones, el párroco, el obispo, las sagradas con– gregaciones, el romano Pontífice ... El señorío de Dios lo hemos guardado en una caja acorazada, en el sótano del edificio, y bajo una red tupidísima de señales de seguridad y de alarma. Me apresuro a decir que no niego la autoridad. Lo que nos molesta es el estilo y la forma de la autoridad, y la excesiva extensión de la misma. · La Iglesia da la impresión de tener esclavizado a Dios, de que Dios no es Señor, sino esclavo, de que Dios no puede actuar en cada uno de nos– otros sin pedir permiso a no sé cuántos subalter- • nos. Es como si nos hubieran secuestrado a Dios. Dios es libre Hay que reconocer abiertamente este princ1p10 capital: "El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co 3, 17). El razonamiento implícito se basa en el se– ñorío. Quien es señor, no es esclavo, sino libre. . El Espíritu es Señor y por consiguiente libre. O sea, que donde est~ el Espíritu del Señor, allí está la libertad. 14
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