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el fallo de muchos religiosos y religiosas, agota– dos, amargados, por una errónea concepción de la penitencia, del descanso y de las exigencias naturales. Se pretende que vivan una existencia angélica sin ser ángeles. La caída es inevitable, porque la fe y la gracia no suplen las reclamacio– nes de la naturaleza humana. Todo esto más o menos estaba detrás del comu– nicado de Los Negrales cuando escribimos en él: "Valoramos el esfuerzo y el sacrificio, como rea– lización humana y religiosa de la persona y como oblación por los hermanos". Nuestra tarea ascé– tica no ha de ser buscar el sacrificio porque sí. La vida y el servicio a los hermanos nos ofrecerán muchas ocasiones de vencimiento propio, que no hemos de dejar pasar. Pero sin caer en el regusto morboso de la autosatisfacción por cilicios y dis– ciplinas. Aplaudimos el gesto de Francisco de Asís en el capítulo de las esteras, que enterado de que "muchos frailes llevaban a raíz de la carne ci– licios y argollas de hierro, y que por esta causa, enfermaban muchos y algunos morían y otros qué– daban inhábiles para orar. San Francisco como discreto Padre, mandó por santa obediencia que todos los que tuvieran cilicios o argollas de hie– rro, se los quitasen y pusiesen delante de él; y así lo hicieron. Se contaron más de quinientos ci– licios de hierro y muchas más argollas, una de los brazos y otras de· las cinturas, de mo.do que ha– cían ur. gran montón; y todo lo hizo dejar allí el santo" (6). No nos parece evangélico esas mortificaciones. aunque algunos piensen que defendemos la vida muelle y regalada. Cuando se ama de verdad a Dios y al prójimo, uno tendrá que sufrir mucho en la vida. Esto es una realidad que no se puede escamotear. Estarnos llamados a la alegría. Cuando ésta fa– lle en nuestra vida cristiana, es hora de pregun– tarse muy seriamente qué es lo que no anda bien. (6) Fforec/1/as de S. Francisco, cap. 17. 153

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