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Dios es alegre y nos invita a todos a participar de ese gozo infinito que le inunda y le desborda. Es– ta es la buena noticia que Cristo trajo a los hom– bres. Sentido de la felicidad evangélica ¿Por qué, entonces, hemos asociado a nuestra piedad la tristeza? ¿Por qué esa desconfianza de la alegría? Seguramente nos encontramos ante un influjo velado del paganismo y de la mitología grecoro– mana. Los dioses son unos seres tremendamente envidiosos y no pueden tolerar la felicidad de los humanos. Cuando ven a un hombre dichoso, lo persiguen y lo aniquilan. Todo lo contrario de la visión cristiana, según la cual Dios quiere hacer partícipes de su felicidad a todos los mortales. En la mentalidad pagana, cuando uno es feliz, debe esperar la venganza de los dioses. Por eso la preocupación de ocultar su dicha, disimular su bienestar, para que los dioses le dejen en paz. "Sentimos la felicidad como un latrocinio; cuanto más felices somos, más nos parece nuestm ale– gría como la de un ladrón. ¿Pero a quién hemos robado? Al mundo del trabajo y estructuras, que aspira solamente a pocas posibilidades de dicha, y que ha puesto precipitadamente toda su felici– dad en los bienes de consumo, un mundo que es– tá lleno de hambre y explotaciones, ante el cual los hombres felices deben ocultarse con cuida– do" (1). Estamos vislumbrando un doble concepto de fe– licidad. La felicidad que se intenta cimentar so– bre los bienes de consumo, con lo que se implan– ta la ley del egoísmo y del más fuerte, la lucha por la posesión de esos bienes en detrimento de los demás; una pseudofelicidad que es adquisi– ción, posesión y uso. Y está la otra felicidad que (1) DOROTHEE SOELLE, lmaglnacl6n y obediencia. (Salamanca, Sfgueme, 1971) pp. 61-62. 145 10 Liberación de la vida religlosa

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