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ahogar la pluriformidad en una unidad monocolor, sino lograr la armonía afirmando lo polícromo. Es– te es el verdadero concepto de catolicidad que más nos urge meditar hoy, pasando por alto lo geográ– fico y lo meramente numérico. Algo así como hi– cieron los Padres griegos para explicar el dogma: primero la Trinidad, después la unidad. También al– go así como hizo el concilio Vaticano II para ex– plicar el misterio de la Iglesia: primero el pueblo de Dios, después la jerarquía. Las diferencias tienen que existir. Afirmar que somos diferentes no tiene que constituir ningún trauma para una conciencia católica. El trauma sería señal de inmadurez. La vida, fuente de pluralidad No es posible, aquí y ahora, hacer un estudio exhaustivo del contenido de la Biblia acerca de las diferencias inevitables y saludables entre los hombres y para los hombres. Pero podemos descu– brir algunas pistas suficientemente claras sobre el respeto a la persona. Hay en primer lugar por parte de Dios un amor manifiesto a la vida del hombre. "No matarás" (Ex 20, 13). Al lado de este mandamiento taxativo y universal, es difícil hacer sitio a la ley del talión y a la venganza dé muerte de que nos habla el capítulo siguiente. Cristo en el sermón de la mon– taña rectificó ese espíritu destructivo: "Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no resistáis al mal" (Mt 5, 38-39). Nos encontramos ante un caso parecido al del repudio de la mujer. Moisés lo permitió por la dureza de cerviz de los israelitas (Me 10, 4-8) y así también tuvo que permitir el instinto vengati– vo, tan extendido entre los pueblos primitivos que rodeaban a Israel. Pero la práctica del Señor fue siempre de máximo respeto por la vida de los hombres, aún la de los pecadores: "¿Acaso me complazco en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?" 110

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