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LA SOBRIEDAD En general significa la moderación en cualquier materia. Así deci– mos de uno que es sobrio en palabras, sobrio en el vestir, etc... Pero en sentido estricto lo referimos a la bebida, diciendo que es «la moderación en el uso de bebidas embriagantes». Las bebidas usadas con discreción son buenas y pueden incluso con– tribuir al bienestar general del organismo. En este sentido recomenda– ba San Pablo a Timoteo: «No bebas agua sola, sino mezcla un poco áe vino, por el mal de estómago y tus frecuentes enfermedades» ( 1 Tm 5, 23). Pero cuando se busca sólo el placer, termina por abusarse de la bebida. Y si uno adquiere la mala costumbre de beber, después resul– ta dificilísimo vencer esa inclinación. LA EMBRIAGUEZ Es el vicio contrario a la sobriedad y se define como «el exceso vo– luntario en la bebida, que lleva consigo la privación del uso de la razón». Se comprende inmediatamente cómo constituye en sí un grave des– orden, hasta el punto de que el sujeto pierde · el control sobre sí mis– mo. En ese estado, embrutecido y envilecido, se producen toda clase de inconveniencias y pecados: actos lujuriosos, violencias, disputas, blasfemias .. . Todos esos actos son pecados en cuanto fueron previs– tos antes de embriagarse. Y además el acto mismo de embriagarse, tam– bién pecado grave si ha sido voluntario. Las consecuencias de un habituado al exceso del vino son funestas. Para sí mismo: se alcoholiza, contrae diversas enfermedades, trastor– nos mentales, excitación de la pasiones más bajas. .. Pará sus hijos: transmisión de enfermedades, taras hereditarias... En orden a la vida espiritual, la embriaguez incapacita totalmente. Porque se puede decir que en ese estado se pierde hasta la condición de ser humano. LA CASTIDAD Nosotros encontramos placer en una comida bien preparada. Pero el fin de la comida no es experimentar el placer, sino alimentarnos para sostener la vida. Comer sólo por placer es un desorden. El placer sexual puesto por Dios para facilitar la propagación de la especie es tan fuerte, que se corre el peligro de buscarlo por sí mis– mo y no por el fin que Dios le ha dado. 182

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