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34 EL ULTIMO VIAJE DE SAN PABLO Un día, antes de comenmr lo~ calores del estío, sacaron a Pablo defini– tivamente de la prisión. Un pelotón de soldados le rodeaba~ Sus, espadas des– nudas brillaban al reflejo del sol. Entre las mi-radas curiosas y maliciosas de los transeúntes, entre ~as palabras irónicas de los legionarios, oíase tal vez de cuando en cuando el sollozo de algún discípu,lo. A pesar de su cabello albo– rotado y de sus vestidos harapientos, una claridad ultraterrena le envolvía. Caminaba como un soldado intrépido... La tradición nos dice que al llegar a la puerta de Ostia, una mujer de porte aristocrático salió al camino sollozando y diciendo: «Pablo, hombre de Dios, acuérdate de mí -en la presencia de Jesús» El ·Apósto.J, reconociendo a Plautila, una gran dama que se había sentado entre sus oyentes junto a los esclavos, le dijo en tono festivo: «Buenos días, -Plautila, .hija de .la eterna sa– lud; préstame el velo ,de tu cabeza para cubrirme los ojos. En el nombre de Cristo dejaré a tu dilección esta prenda de mi afecto». La escolta siguió ]a vía Ostiense, acercándose <le cuando en cuando a las aguas del Tíber, y se detuvo· en un valle desierto y silencioso, que por sus fuentes había recibido el nombre de «Aquae Salviae», Aguas Salubres . Allí Pablo rezó mirando al Orien– te, vendó sus ojos y tendió su cuello a la espada. Y s.e apagó para siempre aquella voz incomparable y descansó aquel eterno viajero que mereció más que nadie ser llamado ciudadano de todo el mundo. · (Jus.to Pérez De Urbel, · San Pablo Apóstol de las gentes)

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