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46 P. BASILIO M. DE BARRAL la cintura, formando blusón, sus uju-muta o guayares guaraúnos, y cada una, además, cargada con sus mamoncitos respectivos en el doanakaja o chinchorrito infantil portátil. A la retaguardia venían los indios varones. Y el último de todos, el jefe, tocando el esemoi, instrumento rusticísimo, que ellos deno– minan, con prosopopeya lusitana, corneta y que no es sino un trozo de caña de yagrumo, cuya parte inferior remata en una especie de pabellón de corneta, hecha con una media tapara y unos ribetes de cera negra, y en cuyo extremo superior le introducen un pito, hecho de un tallo tierno de bambú. - Carece de agujeros y no emite más que dos o tres sonidos, que por cierto no son nada alegres ni dulces, sino tristones y agrios o estridentes. Y, sin embargo, el motivo de ir tocándola es animar y alegrar a la gente, sobre todo a las mujeres y niños, para que no tengan miedo. Siempre que los indios, en masa, se internan en la inabe (selva), la van tocando con pequeños intervalos hasta que llegan al lugar señalado para acampar. En otras tribus --v. gr., la de los bakarao de Mariúsa-- se acom– pañan con el eruru o tambor guarao. Se emprende, pues, la marcha, buscando el corazón de la selva. Basilio delante, con su mujer, su hacha y sus perros; detrás yo, con mis zapatones herrados, que recordaban los del ogro de Pulgarci– to, mi cámara fotográfica y mi natorobu (bastón). Más atrás las in– dias, con sus batanes recogidos, sus mapires a la espalda, sus bebés bajo el brazo, en sus güenepes, y los grandecitos agarrados a sus faldas. El último, el gobernador, con su machete y su corneta. Todos en fila india, como reguero de bachacos atravesando un charco sobre una caña de arroz. El monte es anegadizo a pocos metros de la ranchería y es pre– ciso hacer la caminata por encima de troncones de palmas de mo– riche, tumbados sobre el suelo encharcado. Los indios habían tenido la precaución de avisarme antes de salir de casa: --Es inútil que lleves zapatos, Padre, pues ahí mismo tendrás que quitártelos. Y para animarme a que saliera descalzo, el valiente Gobenajoro me mostraba sus pies, añadiendo: -¿Ves cómo también voy yo descalzo? -Bueno, haremos la prueba -le contesté. Y la prueba se hizo. Con mis zapatos herrados pude recorrer, tre– pando por encima de aquella palazón. la distancia de tres kilóme-

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