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LOS INDIOS GUARAUNOS y-su CANCIONERO 243 Pero hete aquí que, como a los diez minutos, oigo el apagado ruido de un tropel de pies descalzos, caminando sobre las manacas del piso. Al mismo tiempo empieza a iluminarse el rancho y en el techo vuelven a proyectarse las sombras como en la huida de las indias. Estas van llegando unas tras otras, asustadas, desgreñadas, trayendo consigo el chinchorro y en la mano un mechuzo o antor– cha de cera negra, que van dejando pegado por su extremidad in– ferior a los horcones del rancho, en donde quedan iluminando la escena fúnebre. Las indias cuelgan sus chinchorros, prorrumpiendo al mismo tiempo en alaridos impresionantes, que ya no habrán de cesar, si no a breves intervalos, en toda la noche. Al estar todas reunidas trasladaron el cadáver para una esquina del rancho, al lado de la cocina y muy cerquita de donde yo esta– ba; y se fueron sentando alrededor del chinchorro que ocupaba la muerta, unas en cuclillas y mirando el rostro de la difunta; otras, del todo sentadas en el suelo, cubriendo el rostro con las manos y apoyando el codo sobre las rodillas ... ¿ Quién no evoca a los amigos de Job rodeando sobre el mula– dar al santo desolado, o a las plañideras palestinas? De cuando en vez se tiraban de los cabellos y se herían con golpes y puñadas. Su llanto consistía en una especie de canto lúgubre, estridente y desgarrador, a veces sincero, a veces no. Llevaba la voz cantante la hija de la difunta, una india negra y robusta. Esta era la que atacaba las notas altas y gritaba sin parar. Las restantes plañían también, pero se podía apreciar de lejos que lo hacían por llenar los números de su ritual. El canto era sentidísimo, sollozante y desesperante; de un rit– mo lento, similar a un gregoriano degenerado. Y el conjunto evoca– ba el canto de los trenos de Semana Santa o las melodías solemnes del Oficio de Difuntos. Comenzaba siempre muy alto, fluctuando la tónica, y descendiendo gradualmente, en ondulaciones, hasta la fundamental.