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242 P. BASILIO M. DE BARRAL Las aguas de la marea golpeaban ya las manacas del piso donde yo estaba, y por entre las rendijas de las junturas salpicaban los bordes de mi mosquitero 4 • Cantaba un pájaro nocturno cerca de nosotros; y, a lo lejos, se oía el trío gemebundo del perico ligero. Veía cruzarse por el aire las luces de los cocuyos, que traían a mi pensamiento los apuros que estarían pasando aquellas pobres indias, muertas de miedo al ver en esas luces los ojos fosforescen– tes de los mu-ana o almas en pena ... En medio de aquel silencio total, levanto un poquitín el mos– quitero para enterarme de lo que estaba sucediendo en derredor mío; y veo desfilar en grupitos, sigilosamente y casi sin pisar el suelo, a las indias hacia la última casa de la ranchería, que era en la que vivían los dos indios pescadores. Al caminar, como azogadas y llevando en sus manos una pe– queña antorcha o mechuzo de cera negra, proyectaban sus sombras sobre el techo, produciendo un aspecto fantástico y macabro, bien así como el trenzado de una danza de esqueletos. El rancho quedó muerto. Sólo uno de los chinchorros aparecía ocupado por un cuerpo humano; los restantes estaban vacíos y todavía valanceándose. Yo me encontraba bastante impresionado y con algo de miedo. Pero suponiendo la muerte de la india, me levanté y como pisando sobre huevos, llevando en la mano mi linterna prendida, me fui acercando poco a poco al chinchorro de la enferma; y al enfocarla con la linterna, me encontré con lo que sospechaba. La india había muerto. Allí estaba, yerto pero caliente aún, su cadáver con la boca y ojos abiertos y sujetando entre sus manos rígidas un ma– chete que descansaba sobre su pecho. Aquella vista daba terror y me producía corrientes como de escalofríos; pero procuraba reflexionar y sobreponerme. Fui a buscar la crismera y como la difunta estaba bautizada, la ungí sub conditione en la frente con el Santo Oleo de los Enfermos y encomendé su alma a Dios. Volví a mi chinchorro intrigado por ver en qué pararía aquella huida misteriosa de las indias. ¿No me cargarían a mí con el san– benito de la muerte de La Mekora? 4 Recuérdese que las viviendas de indios y no indios en el litoral de las bocas del Orinoco son palafitos.
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