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114 P. BASILIO M. DE BARRAL -Dauna eku ¡¡aruae. -¿Sinama miae? Denokoae. Denokokore, araguate clibunatanae. -Hemos recorrido el interior del [bosque. -¿Qué es lo que encontrasteis? -Hemos encontrado un araguato. Le interrogamos. ~ Pero al interrogarle, el araguato no -quiso respondernos. Los i_qdios de las otras dos partidas, apostados en distintos pun– tos del bosque, van repitiendo cada frase del canto, a manera de ecos reflejados desde los confines de la selva. Al terminar de can– tar los indios de aquel lado, comienzan los que fueron por el otro, y después los otros, repitiendo lo mismo, aunque con más furia cada vez. Ahora comienzan a cantar los indios que quedaron en la plaza, imprecando al taimado araguato que se negó a contestar a los in– dios, repitiendo su canto, a manera de eco, los indios de las parti– das desde el interior de la selva. El canto se encrespa por momentos, y cada vez con más brío. Las últimas dos veces se enzarzan los de acá y los de allá en unai especie de fuga encendida y pujante, que da la impresión de que estamos escuchando la algazara loca de dos nubes de araguatos que se remedan mutuamente, empeñándose cada cua{ en ahogar la voz de los contrarios. Aquella gritería formidable en medio de las selvas silentes y a tales horas, resultaba una cosa grandiosa. Las cadencias o colas que hacían los indios al bajar una octava en un gorgeo magistral, pare– cían el eco exacto de los araguatos aulladores. Y, al oírlos, parecía que rechinaban y crujían las copas de los árboles en el interior de la selva sin fin. -Gwzi, ¡¡oko, 1Zobo110 .. . ¡Munenu! ¡Mwzi-tane ...! Ji a-itoka arokunaré ... --Escucha, oh viejo araguato... ¡ Infeliz! ¡Desventurado... ! Tu dormidero te lo quemaremos ... Después de esto se forman todos en corro cerrado, luciendo sus adornos y armados cada cual con su porra de vástago de moriche seco, y comienzan a circular en torno de la plazoleta al son de cierto canto, que entona primero el dokotu moyotu sanuka y luego repiten los corales: Batarú, bataní, kuanobe, kuanolJe

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